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Foto del escritorCiudadano Toriello

México y Guatemala

“Señor Presidente -habría dicho Gustavo Díaz Ordaz, en apócrifo encuentro, extendiéndole su diestra abierta a su homólogo- por mi medio lo saludan cincuenta millones de mexicanos”. “¡Mucho gusto!” -decían los chapines que le habría respondido el sarcástico Miguel Idígoras Fuentes, ya para entonces fuera del poder- “Me parece que estamos casi a mano, porque según me informan, entre el peso y el quetzal, estamos al ocho por uno”. Especulaciones jocosas en torno a la visita del mandatario azteca, el 10 de enero de 1966, que dio por definitivamente cerrados los incidentes de la efímera “guerra del camarón”, los que habían dado lugar a una breve suspensión de relaciones diplomáticas el 23 de enero de 1959, “en tiempos de Ydígoras”.


México y Guatemala tienen un intrincado parentesco cuyo origen se pierde en la profundidad de los milenios. La revolución del neolítico (es decir, la adopción de la agricultura y la vida sedentaria) ocurrió en estas tierras hace por lo menos cinco mil años, al amparo de una cultura, la Olmeca, que fue “madre de todas las culturas mesoamericanas” y que originalmente se extendió -sin barreras- desde las costas del Golfo, en la hoy Veracruz, hasta dejar su indeleble impronta en la costa del Pacífico de Guatemala. Ya en tiempos clásicos, Teotihuacán tenía un “barrio maya” y Tikal, su “barrio teotihuacano”, con todo y su emblemática arquitectura de “talud-tablero”. En el posclásico, la presencia tolteca se insertó hasta en el mito fundacional del Popol Vuh y poco antes del arribo de los españoles, los “pochtecas” (mercaderes y espías itinerantes de lengua náhuatl) delataban una inminente invasión azteca, ya casi un hecho en El Salvador y Nicaragua, y sólo abortada por el inesperado y súbito arribo de los hispanos. Pedro de Alvarado hizo “la conquista” con el esencial apoyo de los tlaxcaltecas, que convenientemente hispanizados, fueron parte de la semilla de la futura élite colonial, como lo ilustra el caso de doña Leonor de Alvarado, hija “del adelantado” con doña Luisa de Xicoténcatl, a su vez, hija de uno de los principales nobles de Tlaxcala. Una gruesa proporción de nuestros toponímicos (los “nangos” y los “tlanes”) y otros términos como “tetunte” (tetúntl) o “cerote” (xerótl) atestiguan la presencia de esos tempranos “cristianos” de lengua mexicana que junto a los españoles, nos invadieron. Muchos de aquellos guerreros mexicanos se bautizaron “con nombre y apellido castizo” y a la muerte de peninsulares sin descendencia, tomaban sus armas, su caballo y sus ropajes y se confundían con los españoles, excusando su fenotipo diciendo tener nó sangre “india”, sino “como buenos andaluces”, algo de “sangre mora”. Esa élite mestiza originaria tenía una vergonzante “obsesión blanqueadora” de sus clanes familiares, por lo que en franca actitud “malinchista”, siempre acogieron con especial beneplácito a “la sangre fresca” que venía de la otra orilla del Océano; como aquellas “doncellas” que trajo Alvarado junto a su segunda esposa, doña Beatriz de la Cueva, “mercancía -según señaló en una carta- de la que no me quedará nada en la tienda”. Eran las “traídas” de España, origen del guatemaltequismo que le llama “traida” a la novia formal. A fines del período colonial, aquella obsesión de “blanqueamiento” de la élite había conducido a la rápida insersión a su seno de recién llegados de la España periférica (de Asturias, del País Vasco, de Navarra y de Cataluña), como lo ilustra el caso de don Fermín de Aycinena e Irigoyen, primero llegado a México pero luego ventajosamente casado aquí en tres contratos matrimoniales sucesivos, que por la vía de generosas dotes y excelentes “conexiones” sociales, terminaron colocando a aquel advenedizo en el pináculo de la estructura social colonial guatemalteca, con todo y “título nobiliario” comprado. En esos momentos, no había diferencia cultural apreciable entre México y Guatemala; de hecho, Guatemala era entonces “más mexicana” que las apartadas y semidesérticas regiones del casi despoblado norte de la Nueva España. Cosa, esta última, que ilustra el fácil acomodo de las visiones políticas entre los seguidores de Iturbide en México y el numeroso Clan de Aycinena en el Reino de Guatemala, ambos grupos propulsores del “plan de las Tres Garantías” para toda la América Septentrional...


Y sin embargo, las dos culturas hermanas ya habían empezado a bifurcarse. A partir de 1715, por ejemplo, el ascenso de la Casa de Borbón al trono español (Felipe V, nuevo Rey de España, era nieto de Luis XIV, el “Rey Sol” francés), había conducido a un “afrancesamiento” de la corte peninsular. Eso se reflejó en las capitales de la América Española que más contacto directo tenían con la metrópoli, como México y Lima, con la adopción de nuevas modas cortesanas que influyeron hasta en la forma de hablar (a partir de entonces, se empezó a hablar afrancesadamente “de tú”, en México, mientras se siguió hablando “de vos”, según el arcaísmo original, en Guatemala y otras regiones americanas periféricas). Pero un distanciamiento más profundo entre las culturas vecinas se dio a mediados del siglo XIX, cuando los conservadores mexicanos “importaron” a Maximilano de Hasburgo, para encabezar al “segundo Imperio Mexicano”. Con el apoyo militar del abusivo Napoleón III (quien aprovechó que los EEUU estaban enfrascados en una Guerra Civil que les impedía hacer valer la “doctrina Monroe” - la de “América para los americanos”) trataron de imponer sus fórmulas autocráticas sobre la República Liberal que encabezaba el zapoteca Benito Juárez. Al terminar la Guerra Civil en los EEUU (1865), no obstante, Juárez recibió más armamento y apoyo norteamericano, mientras Napoleón III entraba en la recta inicial del conflicto que lo llevaría a ser humillado por los prusianos en Europa y se replegó de sus “aventuras de ultramar”. El resultado fue que Juárez terminó fusilando a Maximiliano I en Querétaro en 1867 y que “conservadores” y “traidores a la Patria” (corresponsables de la invasión francesa a México) empezaron a ser considerados casí sinónimos en México. Mientras tanto, en Guatemala, los conservadores chapines se habían limitado a su “monarquía aldeana” (la del “Presidente vitalicio”, Rafael Carrera) y así la “segunda Revolución Liberal” ocurrió aquí sin el ostracismo social para “los cachurecos”, que sufrieron sus homólogos en México. A partir de entonces, el talante cultural guatemalteco se ha percibido siempre más conservador que el mexicano aunque se observa un recurrente paralelismo, pero con cierto “rezago” socio-político, entre México y Guatemala. La Revolución que dio al traste con el desigual desarrollo del Porfiriato, ocurrió en México entre 1910 y 1920, mientras que su equivalente ocurrió aquí en 1944. En términos generales, México ha desarrollado una idiosincracia más nacionalista y más incluyente (aunque sin haber terminado de extirpar completamente la persistente bipolaridad social de nuestra común herencia colonial) y ahora, además de la inexorable profundización de nuestra relación socio-económica natural, su influencia continúa a través de “las telenovelas”, los narco-corridos y tristemente, la efectiva presencia de los carteles del narcotráfico en nuestro territorio...


En ese contexto se dio aquí la visita de la semana pasada del actual mandatario mexicano, a quien nuestro Presidente llamó “MALO” en vez de “AMLO” y a quien AMLO ya había llamado previamente “Yamanetti” (ambos, aparentemente, sufren de déficit de atención). Los intercambios formales entre nuestros Estados no siempre han resultado tan bienvenidos como el intercambio natural directo entre nuestros pueblos, sobre todo para Guatemala, la que ha perdido territorio y derechos con el país vecino, en más de una ocasión. Pero el momento es peculiar y de manera poco característica, el actual gobierno guatemalteco ha buscado un acercamiento con el vecino en temas tan disímiles como la búsqueda de una política exterior relativamente mejor coordinada frente a los EEUU y la identificación de intereses comunes (¿los habrá genuinos?) en el campo de las relaciones comerciales. AMLO pasó “tocando base”, en la primera fase de un periplo que lo llevó también a El Salvador, Honduras, Belice y Cuba, donde terminó revelando el verdadero color de sus ingenuos afectos, pues el comportamiento real del gobierno mexicano -quizá por las inescapables limitaciones que le impone la “real-politick”- está más cercano al “socialismo light” de un “capitalismo de Estado” pragmático, que al acorralado neo-leninismo de Díaz Canel. Con el gobierno de “Yamanetti” las diferencias de AMLO son también profundas, aunque en ambos Estados campee la corrupción. Mesoamérica entera anda a la búsqueda de nuevos derroteros; lástima que los actuales gobernantes no parecieran estar a la altura de la ocasión...


"Publicado en la sección de Opinión de elPeriódico el 10 de Mayo de 2022"


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